José Cabrera -
A sus 74 años, y siendo autor de tantas y tantas obras maestras del cine sería puro relleno explicar otra vez por qué Scorsese lleva tantos años considerado uno de los mejores directores habidos. En la superficie, y atendiendo sobre todo a sus cintas más populares, destaca como un gran retratista de la violencia, de la autodestrucción y el poder. Pero analizando bien su obra, atendiendo a sus palabras en libros, entrevistas, documentales etc. Se descubre un tema obsesivo para él que impregna su carrera; el de la voluntad, o la redención si así se explica mejor.
Sus historias, a menudo conducidas por un punto de vista único que parte de un protagonista, hablan de un camino tortuoso, de obsesiones y de calvarios a los que se ve sometido un personaje en pos de una meta superior para él. Meta que según la historia a veces es el poder, el dinero o la admiración, pero en todas hay una nota común, la salvación. Se puede intentar psicoanalizar esta obsesión Scorsese aludiendo a su entorno familiar cristiano, su seria formación religiosa como seminarista. Pero lo cierto es que el director sigue demostrando una admirable capacidad de admiración y de asumir riesgos a pesar de su sólida carrera y edad. Fruto de lo cual, y tras un periplo de unos 30 años ha conseguido estrenar Silencio, adaptación de la novela homónima de Shusaku Endo.
Firma el guion junto a Jay Cocks, con quien ya trabajara en La edad de la inocencia y Gangs of New York, en Silencio vuelve el Scorsese más introspectivo y espiritual, que ya vimos en La última tentación de Cristo y Kundun. Formalmente es una película intensa, potente, componiendo los planos de manera críptica, mandando siempre mensajes al espectador. Las secuencias, los movimientos, también son marca del director y por supuesto contribuyen a una narración explícita tanto en imágenes como texto. Sin embargo la cinta sufre de un ritmo irregular, alargando algunos capítulos pudiera decirse que más por pretensión de quien cuenta la historia que porque la propia historia lo necesite.
Y es precisamente por un exceso de batuta e intencionalidad que al espectador le cuesta por momentos entrar en la obra. Una película que a pesar de tratar sobre un humanismo puro, es absolutamente formal. El elenco, tanto el americano como el japonés es excelente, el villano es memorable y aunque a todos nos gustaría siempre ver más en pantalla al hipnótico Liam Neeson, no hay un pero que sacarle a la actuación de nadie. El problema reside cuando el autor, del que no cabe duda que sabe perfectamente a dónde quiere ir, lo cual es de agradecer hoy día en que se imponen las sagas interminables y el reciclaje de ideas, no da lugar a que el espectador pueda plantearse alguno de los numerosos dilemas morales que en cambio sus personajes sufren constantemente y que son motor de la cinta. Porque Silencio, más allá de cualquier lectura religiosa, va de una confrontación, la que todo ser humano vive internamente, cada uno en su propio contexto, de nuestras contradicciones, de vivir acorde a unos dogmas que te faciliten el camino o inmerso en un mar de dudas. En el fondo, una reflexión muy vitalista, enérgica, y eso, rodada con la maestría que le es habitual a Scorsese.